Comentario
Aunque resulta imposible de evaluar en su monto total, todo parece indicar que el sistema financiero no actuó como motor del crecimiento de la economía, pese a que el auge de la misma estimuló la necesidad de capitales. En efecto, las diversas informaciones confirman que la demanda financiera privada podía ser cubierta por modestas formas de crédito. Los comerciantes mayoristas se alimentaban de las diversas fórmulas de préstamos marítimos existentes en las principales ciudades portuarias. Las necesidades crediticias de los campesinos y los menestrales se sufragaban con el recurso al crédito privado de los censos (rentas constituidas con garantía hipotecaria) o bien acudiendo a las ayudas financieras de entidades como los pósitos o los montepíos, tan extendidos por la geografía peninsular. En el caso de los censos, su impagado daba lugar a la pérdida de las posesiones hipotecadas, hecho que ocurrió con cierta frecuencia en el mundo rural y que fue una fórmula indirecta para que los grandes propietarios o las clases urbanas adineradas acumularan tierras.
En estas condiciones, las comunidades de grandes financieros y banqueros fueron prácticamente inexistentes. Madrid, sin demasiado brillo, fue sin duda la más importante, mientras que Cádiz o Barcelona se conformaron con pequeños núcleos que no lograron constituir una banca estable. Los únicos intentos formalizados en la Barcelona del último cuarto de siglo, acabaron fracasando (Banco de Vitalicios, Banco de Fondos Perdidos, Banco de Cambios). Asimismo, estos núcleos financieros sólo muy tardíamente lograron especializarse como tales, puesto que tardaron bastante tiempo en ir abandonando los negocios mercantiles para centrarse en las actividades puramente especulativas. A finales del siglo, en ciudades como Barcelona, Cervera o Lleida, todavía existían las arcaicas Taules de Canvi dependientes del municipio.
De hecho, las apremiantes necesidades de numerario rápido y constante vinieron especialmente del propio Estado. Primero, por las urgencias derivadas del mantenimiento armado del imperio colonial, tan imprescindible para el funcionamiento de la economía hispana. Y segundo, por las propias obligaciones derivadas de la creación de una nueva administración y del intento de financiar el programa interior de reformas. Esta triple necesidad condujo al erario a sufragar sus obligaciones financieras mediante la deuda pública y a través de la fundación de una banca nacional. El Banco de San Carlos (1782), concebido sobre la base de otros precedentes europeos, tuvo como doble función hacer frente a la deuda pública y ayudar a financiar las empresas estatales. Pero el intento fue tardío, en un contexto de relativo agotamiento de las fuerzas productivas y en un marco de progresivas dificultades internacionales, especialmente con los ingleses. Así, las necesidades de la hacienda en el marco del colapso colonial y de los conflictos bélicos acabaron con la experiencia, y el capital privado dejó de confiar en ella. De hecho, la crónica del capital financiero es paralela a la historia de un país cuya economía en nada estimulaba su formación: el dinero fue siempre caro y esquivo no tanto porque no lo hubiera como porque quienes lo tenían adoptaron actitudes conservadoras, seguramente a causa de un ambiente general no siempre favorable al dinamismo empresarial o financiero.